Nada más llegar, salimos a dar una vuelta para ver el ambientillo. Mis niños fijaron pronto su objetivo: un castillo hinchable multicolor.
Les dimos el gusto y se lo pasaron bomba haciendo el salvajito. Había tanto niño brutito. Que mi bebé se quedó casi todo el tiempo en la puerta del castillo saltando de la mano de su mami, por si acaso le atropellaban.
Los tuvimos que arrancar de la atracción para llevarles a casa de las abuelas a cenar. Una vez metidos en la cama. Nos tocó el turno de cenar a lo papis... En un restaurante y rodeados de amigos por gentileza de la abuela Chari que veló el sueño de los pequeños terremotos.
Al día siguiente, los niños nos despertaron muy temprano y, aunque mi marido me dio una poquito más de tiempo de sueño, fue un poco duro ponerse las pilas. Acudimos a la plaza porque organizaban un concurso de dibujo. En el ayuntamiento les dieron a los chiquitines lápices de colores, un lápiz normal, una goma y un folio grueso. Enseguida se pusieron a la labor. Al poco, Iván ya estaba tonteando con uno de los paraguas que la abuela Chari nos había traído a la plaza al ver que caían las primeras gotas, pero Daniel siguió emborronando su lienzo un buen rato más. Pusimos su nombre y edad y los entregamos de los primeros. Como premio por participar les entregaron sendas bolsas llenas de chuches a rebosar.
Con le deber cumplido, nos pusimos a la cola de la sardinada. Sabia que el mayor las iba a disfrutar, pero pensé que al pequeño le darían reparo las espinas. Nada más añejado de la realidad. Acabó cogiéndolas con las manos y liándose a mordiscos.
Cuando llegó la hora de anunciar al ganador del concurso de dibujo, Daniel se quedó muy rascado porque él no fue elegido. Lo único que le reconfortó fue mi promesa de que algún regalito le caería por ser su cumple.
La comida de ese día fue especial porque se cantó el cumpleaños tres veces y la pastelera del pueblo nos preparó una tarta riquísima de tarta y chocolate. La había adornado con dos casitas para los peques y unas flores para la abuela. Me pareció preciosa y todos la disfrutamos.
Llegó el momento que el mayor esperaba con más ansia: el de los regalos. Al principio, Daniel se enfadó muchísimo porque los primeros regalos fueron ropa y acabó con una gran
regañina por mi parte. Si hay algo que no soporto es la ingratitud. Le aseguré que el pijama manta tan peludito y toda esa ropa bonita me la iba a quedar yo. "No mamiiiii, que es para mí, que es para míiiiii" gritaba. "Pero es que yo quería jugueteeees" lloraba. Y más me enfadaba yo. Por otro lado, estaba el pequeñín ondeando la ropa con aire feliz. "Essscudoooo, aniel, essssscudo" le gritaba emocionado al hermano al descubrir que los polos estaban adornados con escudos.
Al final les entregaron los juguetes envueltos y los dos se sentaron a jugar felices. En el caso de Daniel, incluso aliviado, diría yo.
Tras una jornada llena de emociones, logramos convencer al mayor para que se echara un ratito la siesta. Cayó a plomo y tras él todos.
Iván y yo nos despertamos con el ruido de la fanfarria y las carrozas que pasaban por nuestra puerta. Bajé a la terraza con un bebé lloriqueante en brazos, peor se le pasaron todos los males cuando comprobó que llovían caramelos y que le lanzaban un trozo de carbón de azúcar delicioso. Rechupeteando sus chuches nos llevamos a los niños a seguir la cabalgata llena de color y música. Los peques bailaron, se subieron a una carroza con sus primitos, corrieron como locos... Y cuando ya me iban a volver loca poniéndose en peligro constante, nos los llevamos a casa para que cenaran y la cama.
Fue un cumpleaños muy divertido y diferente, pero pronto llegó el domingo y la hora de regresar a casa. Nos desayunamos un castillo de colores que hice para la ocasión, dimos una pequeña vuelta y al coche rumbo a casa.