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miércoles, 21 de diciembre de 2011

La gran perreta

Hoy fui a buscar a Daniel a la guardería como todos los días. Como está mi madre voy sin carrito y al peque le toca ir andando. Son quince minutos largos a paso de adulto, pero Daniel se los recorre como un campeón.

El caso es que el chiquitín salió a mi encuentro con una amplia sonrisa, como siempre. La profesora me entregó el conjunto de láminas y fichas que habían hecho durante el primer cuatrimestre y una felicitación navideña casera junto con las "notas" en las que me comentaban que mi niño había superado los objetivos y que controlaba perfectamente los esfínteres excepto cuando se despista (pues en casa no controla nada). Muy contentos los dos nos sentamos en un banco del cole a merendar y admirar su trabajo. Cuando acabamos le di la manita y nos dirigimos a casa. No habíamos andado mucho cuando al peque se le metió entre ceja y ceja que tenía que volver al cole. Cómo le había recogido muy pronto aún estaban las profes en su clase así que accedí. Entró en la guardería cómo una bala. Vió a una de sus profes y salió del recinto con la misma velocidad. Yo estaba ojoplática.

Una vez fuera, se sentó en el suelo de la plaza y se negó a moverse. No sé que le pasaba. Le cogí en bazos porque quería llegar al parque antes de que anocheciera para que jugara un poco... Y empezó la gran perreta. El chiquillo se puso a berrear como un loco. Menos mal que por allí casi todo lo que habían eran padres y nadie se sorprendió mucho. Agarré como pude al niño y me dirigí a casa mientras sermoneaba con falso tono calmado a mi hijo. Más de quince minutos de trayecto cargando con el culebrilla de Daniel. ¡Con lo que pesa! Y con sus gritos en mi oído. Mi lumbago clamaba al cielo, pero no se me ocurría otro modo de llegar a casa.

A la altura del coche de monedas el peque se calmó un poco y me pidió que le montara. Yo aluciné. "¡¡¿Con lo mal que te estás portando?!! Ni lo sueñes. Te monto cuando te portes bien". Pensaba que la cosa no podía ir a peor, pero fue a peor. Llegué a casa agotada. Solté al chiquillo y me derrumbé en el sofá. Mi madre me miraba asombrada y me preguntó que había pasado. Le conté todo muy enfadada.

Daniel había dejado de llorar. Me puso su mejor cara de gatito y trepó hasta mi regazo con lastimeros "Mami, mamiiiiii". No se puede ser rencorosa con un niño de dos años y medio, así que lo abracé con mucho mimo y le expliqué la situación, aunque sabía que no me estaba escuchando.

Luego estuvo toda la tarde más feliz que unas castañuelas y haciendo de las suyas. Todavía me pregunto que pasó.

4 comentarios:

  1. Hay veces que no sabemos que les pasa y yo creo que ni ellos mismos lo saben... Me alegro de que se le pasara y que después la tarde fuera mejor. Un besito

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  2. YO también creo que ni ellos mismos los saben. Ahora parece que se ha calmado un poco... ¡Cruzo los dedos!

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