Una semana santa pasada por agua

No podía esperar para tener de nuevo a los niños a mi alrededor. Esperé impaciente a que llegarán mi suegra y mi cuñado: los encargados de llevarme el pueblo. En cuanto llegué abracé a mi chicote mayor. Estaba tan guapo como cuando lo dejé. En un momento en el que se despistó aproveché para coger a mi benjamín y llenarlo de besos. ¡Cómo se reía!

¡Qué pena que con nosotros llegaron también los interminables días de lluvia! Daniel tiene una bonita capa impermeable y una katiuskas chulísimas e Iván cuenta con su plastico para el carrito, pero aún así hay poco que hacer cuando los columpios y los caminos están mojados. De todas formas, les llevamos a ver a los caballitos y a las cabras, a casa de los primos a jugar y a una cafetería a desayunar. ¡Toda una aventura para Daniel! Raúl usaba una minicadena antiquísima que tenían por ahí para simular viajes espaciales con sus hijos. "Hoy vamos a la luna", "Ahora a Marte", "¿Y ahora donde quieres ir Daniel?", "¡A miércoles!" le soltó el peque muy serio.

Mientras paseábamos por las callejuelas mi marido le contaba a Daniel que en el arco monumental viven dragones que hechan fuego por la boca. También se inventó que al estatua de un libro era un recetario de estos animales mitológicos. Al peque le encantan estas historias.

Mi primogénito estaba especialmente rebelde. No sé si era por estar en una casa extraña o porque estaba rodeado de adultos que le mandaban mensajes contradictorios, pero no dejaba de hacer travesuras y de retarme. Me temo que pasó bastante tiempo castigado. Pero estoy segura de que también se lo pasó muy bien.