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miércoles, 25 de noviembre de 2020

El caldo de Navidad

El frío se cuela hasta mis huesos. Mal día para perderse en una montaña sin cobertura. Menudas Navidades. Peor de lo que pensaba. Salgo del infierno familiar, alegando un viaje a última hora, y me caigo directamente a una ladera congelada a pocos minutos del anochecer.

- Mira, ahí. ¿No ves algo?- Mi pareja actual (no me suelen durar mucho) me señala a lo lejos y distingo algo marrón entre tanta nieve. Con lo bien que estaba delante de la chimenea, ¿Cómo me dejé convencer para ir a dar una vuelta? A veces por no oírle hago estas locuras. 

El caso es que tiene razón. Ahí delante hay algo y puede que tenga calefacción o mantas en su interior. Sin contestarle, tengo demasiada ira concentrada en él ahora mismo, me encamino al lugar señalado.

Nos cuesta un poco llegar. Nadie se ha molestado en despejar el camino hacia la destartalada cabaña. Al acercarnos, un olor muy agradable se cuela en mis fosas nasales y hace que me suenen las tripas. Mi futuro ex novio se ríe bajito, pero no se atreve a comentar nada. No hace mucho que salimos, pero ya conoce de sobra mis explosiones de mal humor.

Golpeo la puerta con los nudillos con demasiada fuerza y me hago daño, lo que me pone aún de peor ánimo. Viva el espíritu de la Navidad. Yuju.

Afortunadamente, no tardan mucho en abrirnos. Tampoco creo que haya mucha distancia que recorrer dentro de esa casucha. Un personaje, que bien podría confundirse con el gordo de rojo, asoma su barba blanca por el dintel y se queda mirándome sin proferir palabra.

- Eeeh. Nos hemos perdido…- Comienzo, titubeando e intentando componer una sonrisa que no se vea demasiado falsa.

- Estábamos dando un paseo y nos hemos desorientado. – Toma la palabra mi acompañante. Dios, no sé qué pude ver en él. Es irritante.- ¿Podría indicarnos el camino correcto hacia el hotel rural o el pueblo?

- O podría dejarnos entrar para calentarnos un poco que ya no veo ni la punta de mi nariz, ¡moriré congelada si sigo un segundo más aquí fuera!- Dramatizo de forma exagerada, interrumpiendo a mi chico bruscamente. Me mira medio raro, pero me da igual. Donde las dan las toman.

El abuelo no dice esta boca es mía. Tan sólo se aparta y nos invita a entrar con un gesto vago. El olor se intensifica. Hace que me sienta extraña. Como en casa, pero no en la casa de ahora, en la que convivo con unos padres inaguantables y el molesto hermano que, como yo, aún no ha podido volar del nido por falta de recursos. 

Aparto esos pensamientos y me tiro como si no hubiera un mañana al lado de la estufilla que preside la habitación a la que accedemos. Cuando por fin entro algo en calor, me fijo en lo que me rodea. Todo está bastante desordenado, pero el conjunto da sensación de confort, con muebles viejos y cómodos colocados despreocupadamente allá donde miro, y montañas y montañas de libros por todas partes. Paz, silencio y millones de páginas que devorar. Yo sería feliz aquí. 

Hasta puedo entrever la cama en un rincón, sepultada también bajo gruesos volúmenes que prometen mil y una aventuras. A la estancia sólo dan dos puertas, que supongo que serán el acceso al baño y a la cocina. El chico que me acompaña no tarda en sentarse en un sofá de orejas altas, que no pega ni con cola con el resto del mobiliario, ni en color ni en forma. Se le ve tan a gusto que hasta se coge la confianza de curiosear ojeando páginas de aquí y allá.

Con una de las puertas he acertado de pleno porque, en ese momento, nuestro benefactor sale de ella con un humeante cuenco en cada mano. De nuevo, ese olor, que me llena de emociones encontradas. Un aroma que llega hasta mí y se posa en mis manos, cuando el personaje me da uno de ellos sin mediar palabra. Casi sin mirarme. Luego hace lo mismo con mi acompañante, que lo recibe encantado. Le da las gracias y lo sopla con una expresión de felicidad en su rostro. Corriente y sin nada que resaltar, como todo él.

Me concentro en mí misma y observo un rato el espeso caldo antes de decidirme a probarlo. En cuanto traspasa mi garganta un bombardeo de recuerdos me golpea sin piedad: risas se entremezclaban con villancicos cantados a voz en grito, ruidos de carreras por el pasillo, mi madre pidiendo calma, mi padre haciéndola rabiar, los olores de la cocina… y, entre ellos, ese olor, el del caldo que tengo entre mis manos. Justo ese mismo olor. ¿Cómo podía ser? Cada Navidad mi casa se llenaba de ese olor por todos los rincones y encendía..., ¿qué es lo que enciende? ¿Nuestro espíritu navideño? Pero yo ya no tengo ilusión por esas tonterías, ya no soy una niña… Ya no… 

Bruscamente, vuelvo a la habitación de la cabaña. Es tan repentino que me mareo. Menos mal que estoy sentada y sólo tengo que lamentar unas pocas gotas del caldo que van a parar a mi abrigo. Cuando llevo el cuenco de nuevo a mis labios me doy cuenta de que tengo las mejillas húmedas. ¿Estaba llorando? Avergonzaba echo un rápido vistazo a mi alrededor para comprobar que nadie se ha percatado de mi momento de debilidad. Y, entonces, me llevo la segunda sorpresa. Él también está llorando, el chico que hacía tan sólo un momento estaba pensando en dejar archivado en antiguas relaciones. Vuelve en sí dando un respingo y se pone colorado hasta las orejas cuando se da cuenta de que le estoy observando. Aparta la mirada y la clava en el cuenco.

Un impulso me lleva a apurar lo que me queda del caldo y a sentarme a su lado. Le cojo una mano con las mías y me aprieto contra su cuerpo buscando calor, pero no como el que pueda dar la calefacción, una chimenea o una estufa, sino uno más humano. Él también suelta el cuenco, ya vacío, en una mesita y me pasa el brazo libre por los hombros. No creo que tardáramos mucho en quedarnos dormidos.

Me despierta la luz que se cuela por las rendijas de las persianas. Alguien nos ha tapado con una gruesa manta. Me duele todo el cuerpo después de tantas horas en una postura tan extraña. Pero, por otro lado, a pesar de que la estufa parece llevar varias horas apagada, siento un calorcillo que viene de mi interior y que me hace sentir muy bien. 

Miguel abre los ojos en cuanto me siente removerme. No sé si ya estaba despierto o he sido yo quien le ha sacado de los brazos de Morfeo. Tiene las mejillas encendidas y sonríe con los ojos y la boca a la vez. Está distinto. O yo le veo distinto.

No encontramos a nuestro Papa Noel de anoche por ningún sitio, así que decidimos intentar volver por nuestra cuenta al hotel. Le dejamos un mensaje escrito en la nieve, aunque seguramente se habrá borrado antes de que vuelva. A saber dónde se ha ido. A comer con su familia seguramente.

Milagrosamente, aparece una línea en el móvil de Miguel y nos da la cobertura justa para orientarnos con su gps, con bastante dificultad, pero por fin estamos en el camino correcto. En poco más de un par de horas encontramos el hotel. 

- Oye.- le paro antes de entrar.- Estoy pensando… Aún me da tiempo de llegar a comer a casa…- Miguel se rasca la barbilla antes de contestar.

- ¿Sabes? Yo estaba pensando en lo mismo. ¿Te dejo en tu casa? Me han entrado unas ganas locas de abrazar a mi madre…

* Relato escrito para el Primer Certamen Literario Caldo Aneto Natural: Cuentos de Navidad

* Aunque uso fotos propias el relato no tiene nada que ver conmigo ni con mi vida jajajaja


14 comentarios:

  1. Respuestas
    1. Muchas gracias!!! No creo que gane porque he leído algunos de los relatos que participan y me gustan más que el mío ;)

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    1. Muchas gracias!! Es lo menos original del mundo, pero estoy hasta arriba de curro y la imaginación no me funciona bien últimamente ;)

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  3. ¡Me ha encantado, Dácil! Mucha suerte!!

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  4. ¡¡Me ha encantado!! Lo que más, ¡¡la mirada de la protagonista!!

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    1. Muchas gracias! El cambio interior de la protagonista era justo lo que quería reflejar. Que bien que lo hayas notado! :D

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  5. Pues a mí me recordó a la sopa cubierta que hace mami en navidad y finde año... Ummm
    Me encanta el relato😘😘

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    1. Síiiii, me inspiré en ese recuerdo jajaja
      Confiesa que a ti lo que te ha gustado es la foto familiar ;)

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    2. Es una de mis fotos preferidas😉😘

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Me encanta saber lo que piensas.