El caso es que cuando le meto en el carrito parece una hermosa croqueta. Al llegar a casa comienza la operación arena del desierto. Abro el grifo de la bañera, lleno el agua de juguetes y me dispongo a desnudar al sujeto. Todo lo sujeto que puedo porque se mueve como una lagartijilla intentando escapar de mis garras para seguir jugando.
Lo peor son los zapatos. Quitárselos es una operación delicada porque detro lleva kilos y kilos de arena. No sé como cabe tanta en un sitio tan pequeño. Los calcetines también son peligrosos con toda la porquería pegada. Los bajos de los pantalones son traicioneros. Nunca sabes cuanto parque te has llevado contigo hasta que les das la vuelta.
Cuando, por fin, te has desecho de toda esa arena. Introducimos a Danielillo en el agua para frotarle y refrotarle. Le quitamos barro, sudor, verdín, babas, mocos... Una fiesta.
Entonces le sacamos de la bañera, le secamos bien, le depositamos en una superficie blandita (mi cama) y procedemos a perseguirle para poder ponerle el pañal, el body, el pijama... Cuando y lo tenemos listo y acicalado sólo nos queda darle de cenar y meterlo en la cuna. Para entonces estoy agotada. Me siento en la cama un segundo y noto miles de piedrecitas duras debajo de mi. ¿Pero esto que és? Uf, es arena, la que llevaba yo en las playeras, los bajos de mi pantalón, el pelo... Porque atender a Danielito en el parque también requiere rebozarse un poco.
Con toda esta arena estoy pensando montarme mi propio parque en el salón.
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