Raúl se puso manos a la obra cortando el cesped del jardín, podando y cargando con macetas de un lado a otro. La abuela y Chari se pegaron una buena paliza con la casa. Y yo hice una cura de sueño. Puede parecer que tengo mucho morro, pero de verdad que lo necesitaba. Llegué al pueblo hecha unos zorros.
El caso es que, mientras yo roncaba, Raúl se llevaba al chiquillo con la bici a recorrer la zona. Y luego se dedicaba al jardín, mientras yo cuidaba de Daniel con alguna intervención de las abuelas. Había que tener mucho cuidado para evitar que el niño se tirara en plancha sobre la cortadora de cesped. ¡Qué temerario! Quería hacer todo lo que hacía el padre. En cuanto Raúl soltó la cortadora no perdió ni un segundo en cogerla él. Eso sí: desenchufada.
Raúl se bajaba de la escalera después de podar la enredadera, pues ahí que iba él a emular a su padre. Todo un pequeño jardinerito. Incluso recogió hierba cortada para meterla en las bolsas de basura.
Cómo dice su bisabuela: el día que se lo pidamos no querrá hacerlo.
La única nota mala la dio una noche fatal que pasó el chiquillo. No dejaba de llorar y llorar. Lo intentamos todo: biberón, agua, mimitos... Pero no había manera. Hasta que vomitó y pareció tranquilizarse. Con los gritos vino su abuela Chari a preocuparse por él. Con tres personas bailandole el agua se despejó completamente. Menos mal que Chari se prestó voluntaria para jugar con él y quedárselo el resto de la noche.
Al día siguiente el pequeñajo estaba como si nada hubiera pasado. Pletórico de energía. Eso sí, se pasó roncando todo el viaje de vuelta a Madrid.
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