La otra noche estaba roncando tranquilamente en mi camita, cuando de repente, la parte de mi que siempre está atenta a cualquier movimiento, tos o lloro nocturno de Daniel oyó: "pata pata pata ¡pum!". Mi cuerpo pegó un salto nada apropiado para mi estado y salí disparada hacia la habitación de Daniel.
No tuve que correr mucho. Me encontré al chiquillo, tirado cuan largo era, a la puerta de mi habitación. Lo recogí del suelo con mucho mimo y me dispuse a llevarlo a su cama. Hasta entonces no había llorado, pero cuando vio que me disponía a meterlo otra vez entre las sábanas se puso como un loco.
Le expliqué que era de madrugada y que ahora tocaba dormir. Por supuesto, ni siquiera me escuchó y siguió insistiendo en irse a jugar. Menos mal que un biberón le suele convencer para que vuelva a cerrar los ojitos plácidamente. Lo malo es que entre pitos y flautas a mí se me hizo tardísimo y en el despertador vi que me quedaba poco más de una hora hasta que sonara reclamando mi presencia en el trabajo. ¡Qué cruz!
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