Mi niño está malito. Tiene un leve resfriado, pero aprovechando que estoy de baja me lo he quedado en casita bien resguardado. Si estuviera trabajando no me hubiera quedado más remedio que mandarlo al cole con una dosis de apiretal. Así de triste es la vida. Afortunadamente mi chico no pierde energías cuando está un poco malito y suele ir contento a la guardería. El caso es que gracias a mi lumbago se ha podido quedar conmigo. Con lo cual, eso de que no pierda energía ha ido en mi contra. ¡Qué paliza!
El 20 de septiembre le tocaba revisión con la enfermera para medir, pesar y constatar que todo va bien en su desarrollo. Lo malo es que se levantó con el pié torcido de la siesta. Nada más oirme decir que le llevaba al médico empezó a berrear. No sé que le pasa con ellos. No le ponemos una vacuna desde los 18 meses. ¿Tanta memoria tiene?
En la sala de espera pareció calmarse, pero una vez dentro de la consulta se puso histérico y no hubo manera de pesarle. Y eso que la enfermera desplegó todo su encanto y dulzura con él, pero nada, no había manera. Pudimos medirle con mucho esfuerzo (90 centímetros) y le exploró un poco para ver cómo iba con el resfriado, pero con tan poca colaboración desistimos. "Obsérvale y si ves que empeora lo traes a la pediatra. No parece que sea nada grave" concluyó desesperada. Me hizo el interrogatorio de rigor a toda prisa: "Hila más de dos palabras seguidas, hace torres, las tira, trepa...etc, etc...Todo normal. Traigalo cuando tenga un buen día y péselo usted misma en la farmacia. El peso normal serían unos 12 kilos. Adios, adios". En cuanto se cerró la puerta a mis espaldas Daniel se tranquilizó y hasta sonreía. "¡Vaya espectáculo que has dado, hijo! ¡Qué verguenza!" Pero a él le daba igual lo que puediera decirle. Ahora jugaba, muy concentrado, con un cochecito, bien sentado en su sillita.
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