Otra vez hemos ido a Toledo. Esta vez por deseo expreso de mi hermana, que ha decidido pasar sus vacaciones en Madrid en plena ola de frío. Ha venido acompañada de José, su novio, y se han congelado los pobres. Si es que estos canarios no vienen preparados para el invierno.
El caso es que le apetecía ir a Toledo. Y, a pesar de haber ido reciéntemente por citas ineludibles y que ya no podíamos retrasar más, nos apetecía volver en plan turistas con el enano. Aunque, creo que hubiera preferido ir sin él. Vaya ejercicio hice corriéndo detrás del chiquillo todo el tiempo. Porque no ibas a dejar al pobre sentado en la sillita todo el día. Ni tampoco podías dejarlo corretear solo con tanto coche suelto recorriendo el adoquinado. La verdad es que yo no me encontraba muy bien porque estaba saliendo de una gripe, pero me apetecía que mi niño pasara el día fuera.
Lo único que puedo decir es que el pequeñajo aguantó el frío mil veces mejor que su tía. Lo mejor del día fue que Silvia le compró unos guantecitos con dedos y monigotes. Yo pensaba que le durarían medio segundo en las manos, pero al chiquitín le hicieron gracia y le duraron cinco. Se los volví a poner y le di la manita. Increíble. Se los dejó puestos. ¡Aleluya!
Recorrimos Toledo, que es una ciudad preciosa. Más bien se la recorrió Daniel y yo corría detrás de él. Se puede decir que todo es muy distinto con y sin niño. Estuve todo el día intentado que se durmiera una siestita en la sillita, pero el condenado se negó en redondo. Mantuvo los ojos bien abiertos todo el rato. Y finalmente los cerró cuando íbamos de camino al coche. Durmió durante el trayecto y luego lo tuvimos que despertar para que cenara. ¡Uf! de que mal humor se puso. Por fin lo tumbé en su cunita rezando para que no se me hubiera desvelado. Agortunadamente se dio media vuelta y volvió a quedarse roque enseguida.
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