Lo que tuvieron que aguantar los pobres perros de mi madre y de mi hermana cuando estuvimos en Las Palmas. Carros y carretas. Daniel no se conformaba con perseguirles con gritos de guerra. Cuando les alcanzaba les hacía todas las perrerías posibles. Nunca mejor dicho.
Había que estar vigilando al pequeñajo para que no los torturara demasiado. En ocasiones encontrábamos mechones de pelo de perro en sus sádicas manitas.
Al principio los perritos se le acercaban con inocente alegría. Moviendo el rabito. Sin pensar en lo que les esperaba. Los últimos días le huían como alma que lleva el diablo. No me extraña. Incluso le gruñeron alguna vez.
Cuando Daniel volvió a casa se pensó que todo el monte es orégano y la emprendió con los gatos. Afortunadamente estos son más listos y más rápidos, con lo que anticipaban los movimientos de mi pequeña fiera. Aunque a Misi ya le ha arrancado más pelos de la cuenta. Es una gata demasiado maternal.
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