Que bien se lo pasó Daniel montándose en las atracciones de un centro comercial. Al principio pensé que pasaría miedo, pero... ¡que vá! Le encantó. Que pena que la segunda vez que le monté se le bajara el gorro hasta los ojos y ya no le hiciera ninguna gracia. Cómo no podía ver acabó llorando el pobre. Ya sé que la próxima vez tengo que asegurarme de que no lleve ese verdugo.
Después de esa traumática experiencia no se le quitaron las ganas de seguir la juerga y me pidió insistentemente que le montara en un coche enorme que había por allí. Hasta tenía cinturón de seguridad. El coche del circuito también lo tenía. De otra manera no le hubiera dejado subir. Me hubiera arriesgado a que se bajara el solito en mitad del viaje.
Le monté en otro cochecito y dí por terminada la sesión porque se estaba haciendo de noche y ya se notaba demasiado frío para estar en la calle. ¡La que me montó porque no quería sentarse en el carrito! Por él hubieramos estado allí mil horas más. La verdad que fueron los cuatro euros mejor invertidos. Ya le volveré a llevar cuando haga mejor tiempo. Pero sólo de vez en cuando o corro el riesgo de arruinarme.
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