La vuelta en avión no ha sido tan infernal como la ida, pero tampoco ha sido un lecho de rosas. Afortunadamente me tocó al lado una experimentada madre de dos hijos, que lo comprendía todo y me ayudaba en lo que podía, pero, aún así, fue muy agobiante estar encerrada durante casi tres horas en ese mini avión con el niño.
Cómo el vuelo era por la noche el niño se durmió, pero al no estar acostumbrado a estar tanto tiempo en brazos muy pronto empezó a removerse y a quejarse porque no encontraba una postura cómoda. A pesar de que yo hacía el pino con las orejas para que mi hijo estuviera lo más cómodo posible, éste no dejaba de lanzarme patadas y puñetazos. El pobre daba muchísima pena porque se notaba que estaba agotado.
Finalemente llegamos a nuestro destino y me las vi y me las desee para hacerme con el control de las bolsas sin soltar a Daniel. Tampoco abrir el carrito parecía fácil con tanto bulto como llevaba encima (uno de ellos removiéndose como una loco). Menos mal que un operario me ayudó a abrirlo siguiendo mis poco exactas indicaciones.
Por fin Daniel en el carrito y bien abrigadito, todo fue mucho mejor. El padre llevaba una hora esperando a que llegáramos porque el vuelo se había retrasado. LLegamos a casa bastante rápido, aunque yo con un humor de perros y deseando meterme en la cama. El día siguiente no tenía que ir a mi trabajo habitual, pero tenía quellevar a Daniel a la guardería a las nueve e ir a mi segundo trabajo a entregar las páginas. Vamos, que lo tenía liado de todas formas. E niño se quedó dormido nada más tocar con su cabecita la cuna. Y yo puedo decir que le imité a la perfección. Por fin en mi camita.
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