Que mal lo he pasado. Durante la revisión de los quince meses pospusimos las vacunas porque le niño tenía fiebre, así que sólo lo midieron y pesaron. La pediatra dijo que estaba más alto y más flñaco que la media, pero nada preocupante. En definitiva todo normal. Antes de Navidades todo fue bien, pero cuando pasaron las fiestas y Daniel y yo nos enfrentamos a esos cuatro pinchazos las cosas no pintaban nada bien. Ese día estuve de mal humor todo el rato. Me presenté en la consulta con mi niño muy pegado a mi pecho. El pobre no sabía lo que le esperaba. Advertí a la enfermera que era muy probable que llorara yo más que el niño. La facultativa me amonestó asegurando que y debía dar ejemplo de entereza al niño. ¡Pero si casi sufría más yo que él!
El caso es que tuve que sujetar al pequeño cual judas mientras la enfermera la pinchaba los muslitos y los bracitos. Chilló como un energúmeno, pero esta vez, con razón. Yo le decía que era por su bien, pero se me estaba poniendo un cuerpo horrible. La chica que me atendió fue un encanto y llenó las manos de Daniel de juguetes en todo momento. Senté al niño todavía berreando en el carrito y le puse una galleta en la mano. Daniel la miró sin dejar de llorar, fue bajando el tono y finalmente se la metió en la boca y sonrió.
Menos mal que enseguida se le pasan las cosas. Como premio le llevé al parque porque hacía un día estupendo. Allí las otras madres se preocuparon por él y le hicieron muchos mimitos. Se lo pasó en grande corriendo de un columpio a otro. Ya se le había olvidado el mal rato, pero a mi no.
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