Hacía tiempo le había dicho a mi niño mayor que un día le haría una cata a ciegas para que probara todo esos sabores que se niega siquiera a oler. "A lo mejor te sorprenden y te encantan. ¿Quien sabe?"
Pues el caso es que al chiquillo se le quedó la idea rondándole por el cerebro y un día que estaba aburridillo vino a pedir cuentas con aquello que le había prometido de darle comida con los ojos cerrados. "Pero sólo cosas que me gusten. ¿Eeeeeh?" Aclaró rápidamente.
"Vaaale", claudiqué. Le vendé los ojos con un pañuelo y le puse delante cuencos con diferentes manjares: plátano, beicon, mermelada de melocotón (lo único que decía que no le gustaba que me atrevía a sumar al experimento) y, como no, una onza de chocolate como premio final por ser tan valiente.
Le pedí que probara el contenido de cada cuenco y adivinara que estaba comiendo. Con los dos primeros lo tuvo muy claro. Con le tercero arrugó el morro y exclamó "¡Puag! No lo sé, pero no me gusta". Y con el cuarto se le puso una sonrisa enorme que lo dijo todo. "¡Chocolateeeee!" gritó entusiasmado. Al oir a su hermano se nos acercó Iván, que quiso sumarse a la iniciativa enseguida. En cuanto oyó que tenía que vendarle los ojos, me paró los pies en seco. De eso nada monada. Él quería ver lo que se comía. Se sentó muy ufano y devoró los boles tan a gusto sin dar lugar a tonterías adivinatorias. Dejó la mermelada sin tocar y se volvió a su juego tan feliz.
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