Así que no me ha quedado más remedio que acercarme aún más y colocarle con todo el cuidado del mundo un dedo debajo de su nariz para comprobar que sí, efectivamente, respiraba.
Menos mal que el enano no se ha despertado con mis maniobras. Llega a abrir esos ojazos que tiene y me paso el resto de la noche dándome cabezazos en la pared por burra.
He vuelto a la cama dispuesta a pasar una plácida noche de sueño por una vez en mucho tiempo. Pero no había manera. Daniel estaba demasiado tranquilo. No tosía y eso no creo que sea fácil de controlar por un bebé constipado. Así que me he vuelto a levantar para comprobar su respiración. Seguía respirando. Menos mal.
Aún así me ha pasado por la cabeza que a lo peor el niño estaba malito, con fiebre, y por eso dormía como un ceporro. Me dieron unas ganas tremendas de cogerlo y traérmelo conmigo a la cama. Pero me resistí porque en esto de la educación de los bebés los errores se pagan. Cada vez más. Y durante unos cuantos días. Hasta que vuelves a meter al niño en cintura a fuerza de paciencia y constancia.
Lo dejé en su camita. Disfrutando de su profundo sueño y envidiando cada segundo que él pasaba en el reino de Morfeo y yo no.