La idea era acercarnos a los que llaman el Bosque Finlandés, pero el acceso estaba cerrado cuando llegamos. Algo nos olimos cuando vimos que todo dios aparcaba en el pueblo, pero no fuimos suficientemente listos y nos encontramos con el parking cerrado, así que seguimos hasta otro que ponía Las presillas y era de paganini. ¡9 eurazos por turismo! Pero todo sea por salvar el día.
El parking daba acceso a unas piscinas naturales que, en circunstancias normales, debían ser una pasada, pero con los tiempos que corren debían haber cerrado el flujo porque sólo habían charquillos raretes y unos carteles enormes en los que se avisaba con grandes letras que estaba prohibido el baño. Carteles que la gente ignoraba convenientemente con toda la alegría del mundo.
¡Ole por ellos! porque encima todos los baños del área estaban cerrados y bien cerrados, no vayan a convertirse en focos de contagio del Covid. Mucho mejor que el mogollonazo de gente que había por ahí meara en los charquitos sospechosos o en cualquier rincón.
También había un montón de carteles pidiendo que se llevara mascarilla dentro del recinto de las piscinas y ¡oye! como quien oye llover. Nosotros y tres más mal contaos. En fin, cada uno que se responsabilice de sus actos, que yo sólo soy madre de dos fieras, no de todo el mundo.
Nosotros nos buscamos una ruta chula y nos pusimos a andar, que ese era el objetivo principal de la excursión. Había muchísima gente por el camino, pero, cuanto más avanzábamos, menos encontrábamos.
Al final, decidimos quitarnos las mascarillas porque ya casi no nos cruzábamos con nadie. La verdad es que el paisaje era precioso y el camino estaba fenomenal.
Lo malo es que no pudimos llegar a la cascada del final de la ruta porque no íbamos a llegar al restaurante en el que habíamos reservado.
Porque, sí, en un alarde de coraje decidimos confiar en que lo que pase tendrá que pasar y planeamos la salida con comida en mesa incluída, que a los niños (y no tan niños) les hacía ilusión. Qué queréis que os diga. Para mí significaba menos trabajo.
El caso es que llamamos el martes porque a mí me daba miedo que no hubiera ni una mesa libre (exageradita que es una) y la teníamos prevista para las dos.
La historia es que teníamos mesa, aparcamiento y una carta de platos para chuparse los dedos. El restaurante se llama Pinosaguas y nos encantó. El personal era encantador y la comida excelente. Comimos genial.
Y de allí nos fuimos a dar una vuelta sin coger el coche porque teníamos que bajar todo lo que habíamos engullido.
Otro paseo chulísimo que nos dimos con los peques triscando a nuestro alrededor, que a estos no se les acaban las pilas nunca.
Por el camino nos encontramos, lagartijas tomando el sol, mariposas preciosas, flores de colores y hasta una piedra enorme con forma de rana, que dio lugar a muchas historias en la imaginación. Anda que a ver si era un antiguo dios o algo así.
En este paseo sí que llegamos a una cascada al final. Y yo me metí en un barrizal del que me costó salir indemne. ¿Y qué pensáis que hicieron los hombres de la casa? Partirse y sacar fotos de mi hazaña, ¡obviamente! Pero se quedaron con las ganas de verme de barro hasta las orejas porque logré salir casi sin lamentar nada, excepto las playeras, que me temo que se van a la basura después de esta aventura. Estaban ya bastante lamentables, no lloréis por ellas.
Ya bastante cansada, me senté en el coche con ganas de tumbarme un poco en mi sofá, pero el padre tenía otra idea en mente. Que había visto que por allí había un mirador... Entramos en el parking por los pelos. Los últimos para que se llenara el aforo.
La verdad es que el lugar era estupendo. Estaba lleno de caravanas de familias pasando sus vacaciones y había una extensa zona de césped para que los peques jugaran a sus anchas.
Nosotros cogimos otro caminito, dispuestos a seguir otra rutilla, pero me temo que el único que cogió esta idea con ganas fue Raúl, el resto de la familia, más urbanita, ya teníamos ganas de regresar a casa.
Aún así, nos esforzamos un poquito más para hacerle feliz. Sólo un poco ante de empezar con las quejas y lamentaciones. Aaaay que cansado estoooy, aaaay mis pieeees... Pues le costó pillar la indirecta, pero al final le convencimos para terminar la aventura.
Lo pasamos genial, a pesar del tira y afloja de las mascarillas (que nos poníamos y quitábamos según la densidad de gente), del trasiego de geles desinfectantes y de intentar mantener una mínima distancia de seguridad con el resto de excursionistas (a veces una misión imposible).
Porque habremos vuelto a la normalidad, pero el virus ahí sigue. Y aquí estamos buscando el término medio entre la despreocupación total y la agonía infinita. Por ahora nos llevamos un día estupendo en nuestra memoria.