El día D mi niño mayor saltó de la cama porque estaba deseando revolcarse entre las dunas como hiciera yo a su edad. Preparamos todo lo necesario: crema solar, gorras, toallas, agua... Y a coger la guagua. Nos costó un riñón el transporte. Tanto que llegamos a dudar si hubiera sido más rentable alquilar un coche para ese día, pero por no buscar aparcamiento en las abigarradas calles cercanas a la costa playera hubiera pagado incluso más.
Llegamos a la estación y pusimos rumbo a la playa de Maspalomas bajo un sol que picaba bastante. Tanto que, en cuanto llegamos a la arena, poco le faltó al mayor para meterse vestido en el mar. Todos estábamos deseando refrescarnos. Tras el bañito reparador volvimos nuestra mirada a las dunas. Estaban tan cerca y a la vez tan lejos... A mí me daba perezón levantar el campamento para meterme en el desierto de lleno, pero mis churumbeles, ya fresquitos, echaron a correr hacia las montañitas ardientes sin pensárselo dos veces. No sé de donde sacan esa energía. Ni cómo no se quemaban con la arena que me estaba machacando los pies a través de mis sandalias.
Ellos se tiraban por las pendientes como si nada y posaban sus culetes sobre ella tan tranquilos. Se lo pasaron genial haciendo el cabra y poniéndose como croquetas. A mí me parece recordar que yo me tiraba seca y el estropicio no era tanto.
Y cuando ya estaban bien rebozados al padre no se le ocurre otra cosa que señalar un chiringuito y decir "¿Quien quiere un helado?". Allá que se lanzaron las dos fieras a por el suyo tan felices y echas un cuadro. Les quité la arena como pude con un poco de agua y un clínex, pero era misión imposible y fijo que tragaron algunos granos. Si fue así ellos no se quejaron y engullieron sus helados con deleite.
"Pues ale", sentenció Raúl, "a montar de nuevo el chiringuito y a bañarnos", me parecía un plan excelente, pero el caso es que estábamos en la zona nudista y dábamos un poco el cante. Se lo comenté a mi maridín, pero él aseguró que esa era la mejor zona, en la que menos gente había y que de ahí no movía. "Lo de quitarse la ropa no es obligatorio, así que...". Y allí nos quedamos más felices, que perdices.
El caso es que a mis hijos no les llamó la atención verse rodeados de gente desnuda. Ellos a lo suyo, que era saltar las olas y construir castillos de arena y volcanes con las manos. Porque, por no cargar, pasamos de llevar los cubos, palas y demás accesorios. Ni falta que hizo porque se lo pasaron genial. Y aún hicieron otra incursión a las Dunas de la que me escaqueé aduciendo que alguien tenía que quedarse a cuidar de las cosas... Menos mal que coló. Tan a gusto que estaba tumbada tranquilamente en mi toalla hasta que volvieron mis churumbeles estufándome arena hasta en el piloro para que no me acomodara demasiado.
Lo pasamos fenomenal hasta que se nos hizo la hora de comer y nos fuimos a un restaurante que nos recomendó un chico al que le preguntamos dónde podíamos ir. Se llama El Toro y nos pareció muy bueno con respecto a la calidad precio. Comimos estupendamente y salimos rodando de allí.