Desde que me pidieron las profes de Iván que llevara una linterna a clase para enseñar a los peques la diferencia entre le día y la noche, mi segundo anda un pelín obsesionado. Menos mal que teníamos dos porque la que llevé se tenía que quedar en el cole y el chiquitín lo primero que hace al sentarse en su sillita es pedírmela.
Suelo desviar su atención hacia el parque y toda la diversión que ello conlleva, pero una vez en casa, vuelve a extender la mano al grito exigente de "¡¡Linteeeenna!!". Y yo se la doy porque no me importa que juegue con ella. Se puede pasar horas recorriendo la casa haciendo barridos de luz y buscando los rincones más oscuros para mayor efectividad del foco.
A veces, apunta a traición a los ojos de los que le rodeamos para deslumbrarnos y reirse a mandíbula batiente. Otra son sus propios ojos las víctimas inocentes del juego. Aunque cada vez menos porque cada vez que me lo encuentro con esta práctica peligrosa le amenaza con quitarle su nuevo "juguete".
Le ha gustado tanto que, tal vez, este verano, en alguno de los pueblos, podría llevarles a dar una vuelta nocturna cargados de linternas para ver las estrellas...
Pues a mi gato también le flipa!!! El churri apaga las luces y le tienes que ver persiguiendo el haz de luz...
ResponderEliminarLo siento, es que no tengo hijos y de alguna forma tengo que compartir experiencias de madre. Jajaja. Besotes.
Me encantan tus historias de "mami". Forlan es un gatito precioso y gana a mis terremotos en travesuras jajaja. ¡Sólo hay que leerle en tu blog! :D
EliminarYa ves que con tan poco lo quese pueden divertir, y luego nosotras comprando juguetes, jajja.
ResponderEliminarBesetes
Eso digo yo. En todas las casa debería haber una caja de cartón, una piedra, un palo... ¡y una linterna! jajaja
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