El otro día Raúl cometió un error enorme con Daniel. Confió demasiado en él. Le dejó el biberón que acababa de desayunar y al que aún le quedaba un fondito a mano. Que maravillosa oportunidad de liarla. Oportunidad que un niño tan inteligente e inquieto como el mío no podía desperdiciar. Espero que hayais captado la ironía.
El caso es que cuando Raúl volvió al salón después de ir a donde quisiera que tuviera que haber ido se encontró a un niño muy feliz sentado en un charquito de leche, chapoteando y embadurnando sus juguetes, los de trapo y tela, que los de plástico son demasiado fácil de limpiar.
Pero Raúl no aprendió de la experiencia y volvió a dejar el biberón a mano del pequeñajo en otra ocasión. Esta vez en nuestra habitación y conmigo en casa. Cuando entré en la habticaión Daniel estaba fregando el suelo con la leche del biberón y el pijamita que le acaba de quitar. Con un ataque de histeria incipiente agarré al niño por los sobacos y se lo llevé a su padre. "Cámbiale la ropa mientras yo limpio el desaguisado" le chillé. Dejé a un asombrado y sucísimo bebé en sus brazos y salí pitando a limpiqar el charquito y la ropita. ¡Uf! Que estrés.
Contándolo en la oficina me comentó una compañera que su hijo, un par de meses mayor que Daniel, había encontrado el lugar donde ella guardaba la harina y no dudó en empotingarse de arriba a abajo con ella. Cuando su madre lo vió empezó a saltar para ver como le caía el polvillo de la cabeza y a reirse. Mientras la cocina estaba llena de harina por todos sus rincones. "Y te tienes que reir porque estaba taaan gracioso". Intenté recordar si me había reído cuando encontré a Daniel chapoteando en la leche. No, definitivamente, no me había reído en absoluto.
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