El caso es que ellos estaban erre que erre que querían tele y yo erre que erre que no. Y el padre estaba acabando una historia urgente del curro... Total, que cogí los dos gatos de peluche pequeños y les mandé a callar. Que empezaba el espectáculo.
Y allí me tenéis bamboleando peluches felinos y contando chistes a cual más malo en un gran alarde de memoria porque anda que no hace que cuento yo un chiste.
A pesar de lo cutre del tema los peques se partían y pedían más y más mientras comían sin protestar. Tanto fue así que tuve que acudir a Google porque mi repertorio de chistes en más bien escaso.
Cuando el padre llegó por fin a cenar, flipó con el espectáculo, pero no dijo nada porque vio a los churumbeles entusiasmados.
"Hay que grabarlo, es buenísimo", le decían al progenitor con lágrimas en los ojos... Y eso que los chistes eran malos, malos, malísimos.
El padre les ignoró y se sentó a cenar... y a disfrutar del show... o no.
Lo importante es que lo pasamos bien y que cenaron muy a gusto.
Yo ese día no tenía nada de hambre porque me había pasado con la merienda y sólo me comí la fruta. Así que pude desplegar mis pocas aptitudes de humorista sin problemas.
El fin de semana grabamos a los gatos chistosos y también nos lo pasamos en grande con la tontería. Si es que las actividades en familia no tienen por qué ser muy elaboradas para triunfar.
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