La pelota perdida

El jueves mi niño mayor salió de clase como una exhalación. "¡Vamos mamá!" me gritó mientras pasaba a mi lado como un flecha, "Tenemos que por la por la pelota". No tenía ni idea de lo que me estaba hablando, pero le seguí sumisa.

No paró hasta llegar a un camino de tierra que lindaba con el patio del cole. Sólo entonces comenzó a explicarme que la profe les había pedido que fueran a buscar, de camino a casa, una pelota que se les había colado por encima de la verja.

Al poco nos encontramos con una compañera que buscaba ansiosamente la pelota. Los dos peques corrían de un lado a otro con la esperanza de encontrarlas los primeros. No había pasado mucho tiempo cuando se nos unió un tercer compañero muy emocionado.

Los padres poníamos poco interés, pero lo chiquillos se negaban a regresar a casa con las manos vacías. Y eso que estaban sin comer y muertos de hambre. Daniel, hasta asaltó a un pobre chico que pasaba por ahí de casualidad. Le hizo todo un interrogatorio acerca del balón, pero el pobre hombre sólo podía sonreir un poco asombrado y sin enterarse de nada.

Al final, la amiga del cole la encontró y se fue muy contenta a casa con la promesa de que al día siguiente la devolvería.

Daniel y el otro pequeños se llevaron un poco de chasco, pero la otra madre y yo nos sentimos bastante aliviadas de no tener el peso de la responsabilidad sobre los hombros. Es una tontería, pero ya es otra tarea que llevar a cabo. ¿Y si se me pierde el balón? ¿Y si lo arañan los gatos? ¿Y si lo pintarrajea Iván en un descuido? ¡Todo puede pasar!

Seguro que al día siguiente, los tres contaron su aventura a la profesora. No me contó nada, pero es que él nunca me cuenta nada del cole.