En mi portal estan de obras para hacerme más fácil el camino desde mi casa a la calle. Van a poner un aparatejo tipo montacargas para minusválidos y sillitas de bebés. Cuando terminen va a ser estupendo. Pero, por ahora, es un engorro. Aunque los obreros me echan una mano con el carrito cada vez que me ven resulta agotador atravesar ese campo de minas.
Dándole vueltas al asunto me acordé que tenia una mochilita portabebés, que me habían dejado en herencia unos papás con bebé mayor (en realidad dos), así que me dirigí rauda y veloz al armario de Daniel y saqué una especie de tela gorda llena de tiras y extraños amarres. Con gran esfuerzo mental me lo puse de la manera que me pareció más lógica y luego procedí a insertar al bebé, pero de repente me dio la impresión de que lo estaba metiendo al revés, así que lo saqué rapidamente. Tras otro rato de pensar lo volví a intentar, pero ya no me acordaba de como me lo había puesto. Resoplando y desesperada arrojé lejos de mi el endiablado cachivache y metí al bebé en su carrito. Me pareció pan comido atravesar la obra del portal comparado con lo que acababa de pasar.
Más tarde, cuando Raúl llegó a casa del trabajo le comenté la jugada. Mi marido recuperó la mochilita del rincón donde yo la había arrojado y en medio segundo tenía a un Daniel sonriente apoyado en su barriga. ¿Será que yo soy de letras y él de ciencias?
No es la primera vez que me desespero con algún aparatejo para bebés, que debería resultar fácil para todo el mundo. Nadie se puede imaginar mi sufrimiento a la hora de montar la cuna de viaje. Fui incapaz. Y cada vez que hay que hacer un cambio en el cochecito de bebé acudo a mi libro de instrucciones gigante universal: Raúl. Es que eso de montar cosas nunca se me ha dado bien. Soy de esas personas a la que le sobran piezas o le faltan y el producto final deja mucho que desear.
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