Por fin llegó el día de la mudanza. Fue el lunes y todavía estamos manga por hombro. Esto es un infierno. Los dos primeros días tuve que pedir auxilio a Chari, mi suegra y a la abuela Paca, mi abuela política. Dos ángeles caídos del cielo que acogieron al pobre Daniel, que tenía su cuarto convertido en un campo de minas.
El miércoles, por fin, pudo entrar en su casa. ¡Cómo miraba para todos los lados! Parecía que se le iban a salir los ojillos. Y le debió agobiar la visión de tantas cajas apiladas, porque al poco tiempo se echó a llorar. No fue nada grave porque en seguida le calmé jugando como a él como más le gusta: a lo bruto. "¡El niño volador! ¡El niño volador!" le gritaba mientras los subía y lo bajaba todo lo que podía. Y él se reía y se reía.
Me costó un poco habituarme a la rutina diaria del pequeño ese día. Sobre todo porque me costaba un mundo encontrar las cosas que necesitaba. Pero al final le bañamos, le sacamos los moquetes, le dimos la cenita y se fué a la cama a dormir con los angelitos a su hora. Pasó una noche estupenda en su nuevo cuarto. Como los muebles son los mismos no debe notar mucho la diferencia.
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