Toda la noche llorando. Y nada de lo que yo hiciera servía de nada. Le cogía, le mecía, le daba la vuelta, le ponía el chupete, le daba la mano... Y el seguía berreando. De repente se callaba, cerraba los ojitos y parecía que se calmaba. Lo ponía con suavidad en la cunita y era tocar mi cabeza la almohada y volver a oirlo gimotear. Pasadas las dos de la madrugada mi desesperación llegaba a sus cotas más altas. Notaba a Daniel un poco caliente y arranqué a Raúl de los brazos de morfeo muerta de la preocupación. Mi marido, como siempre, impuso la fuerza de la razón y calmó un poco las cosas. Aunque Daniel seguía berreando. Le tomamos la temperatura (38,2) y Raul se metió en internet a informarse mientras yo seguía prodigando mimitos a nuestro hijo enfermito.
Según él no había de qué preocuparse. hasta los 38 grados no se consideraba fiebre suficiente para administrarle medicamentos y a partir de 40 tocaba volar a urgencias. Le dimos apiretal y esperamos un poco a ver si se calmaba, pero nada de nada. El pobre Daniel seguía quejándose a pleno pulmón. Amargada le mecí cariñosamente contra mi pecho y se calmó un poco. Finalmente se durmió. Por si acaso decidí aguantar todo lo posible en esa postura para que el enano descansara. Una horilla después la espalda me estaba matando así que lo dejé en la cama con la mayor suavidad y me dispuse a pegar el ojo en la medida de lo posible. Allí estábamos: Daniel estirado todo lo que podía, su madre hecha un ovillo de lo más incómodo y su padre en el abismo del borde de la cama. De vez en cuando el bebé lloriqueaba, le ponía el chupete, le hacía unas caricias en el mofletillo y se volvía a dormir. hasta que llegó el momento en que el método dejó de funcionar y otra vez se puso a berrear. Le intenté dar el biberón, pero decía que para mí. Raúl le volvió a medir la temperatura (37,6). Íbamos mejorando. Ya no hubo manera de que se quedara dormidito en la cama, así que lo volví a mecer contra mi pecho y así estuvimos los dos hasta bien entrada la mañana. Raúl se ofreció a llevárselo con él al salón. Gesto que agradecí profundamente, pero que fue totalmente inutil porque sus llantos no me dejaban conciliar el sueño. Finalmente salí a por él. Le monté su pareque de juegos (mantita con historias para bebés) en un intento de entretener su atención y que dejara de llorar. ¡Milagro! ¡milagro! Por fin se quedó dormidito. Ni que decir que no me lo pensé dos veces y me tumbé cuan larga era a su ladito para dormir yo también. Así estuvimos de nueve a una de la tarde pasadas. En cuanto abrió el ojito puso de nuevo a trabajar sus pulmones, aunque con menos convencimiento. Finalmente se puso a jugar en su mantita tan feliz como siempre y su madre pudo respirar tranquila.
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