Por fin Iván ha tenido que enfrentarse a sus dos pinchazos mensuales invernales. Hubo que retrasarlo dos semanas, una por fiebre del bebé y otra por enfermedad de su madre y su hermano. Pero ya tocaba y esta vez de verdad. La enfermera me había advertido que ya lo estábamos dejando demasiado, pero ¡qué remedio! No quedaba otra con la invasión del virus de la gripe que padecimos en la casa.
El caso es que este viernes llevé a mi querubín a la farmacia donde no me costó mucho que se subiera a la báscula para obtener su peso (11,550 kilos con abrigo y todo). Después nos fuimos paseando por el parque hasta el hospital. El peque se despistaba con una mosca, así que era muy difícil avanzar, pero como íbamos con tiempo de sobre le dejé disfrutar a su antojo.
En un momento de despiste se puso las suelas de las playeras asquerosas de barro y en otro se subió a un banco para hacer equilibrismos. Yo le conminaba a andar siempre unos cuantos pasos por delante y, de vez en cuando, le hacía avanzar a volandas empujando la sillita como podía.
Cuando ya se nos pegaba la hora lo meti en el carrito esperando una pataleta tremenda, pero no fue así. El chiquillo se dejó atar sumiso. Se vé que tanto trajinar le había agotado. Con mi bien paso llegamos pronto a la puerta de la consulta. Iván daba botes en su asiento exigiendo libertad inmediata. Ya habría descansado y pensaría que ya era tiempo de volver a hacer de las suyas. Nada más poner los pies en el suelo se puso a trepar por las sillas, a correr de un lado a otro, a golpear los asientos para ver cómo sonaba... Entre gamberrada y gamberrada le embutía una cuchara de puré porque ya eran las once y siempre se me duerme en el camino de vuelta.
Después del puré pidió más y le entregué una apetitosa torta de arroz. Cuando estaba aporreando alegremente el extintor subido a una mesita baja le tocó el turno.
Nada más traspasar el dintel de la puerta cambió la cara. Sabía exactamente lo que veníamos a hacer allí. Con lo que no contábamos era con la buena noticia que nos traía la enfermera. No sólo eran los últimos dos pinchazos de la temporada, sino que eran los últimos para siempre. resulta que es una vacuna para reforzar el incompleto sistema inmunológico de los bebés y, una vez cumplidos los dos años, ya no hace falta seguir con ese refuerzo.
Iván berreó lo suyo cuando le pincharon los muslitos. No es para menos. Pero enseguida se terminó todo y salimos de allí alegremente. El pequeñajo iba masticando las salchichas que le había llevado de premio por ser tan valiente.
Curiosamente, no se durmió por el camino y cada vez que veía un parque infantil daba botes en la sillita y lo señalaba con interés, pero fui inflexible, porque ya era la hora de siesta. En cuanto tocó la cuna se quedó dormido.
Después de la siesta y la merienda lo llevé al parque como él quería ya allí se lo pasó bomba. Estuvo subiendo y bajando del tobogán, columpiándose, jugando con la locomotora... Hasta que llegó la hora de ir a recoger a su hermano que venía de la piscina.
uff, que ganas de terminar con las vacunas!! aun nos quedan un puñado a nosotras :( un besazo grande a todos y sobretodo al peque :D
ResponderEliminarTodavía le quedan las de los 18 meses, pero estas que tenía que ponérselas cada mes durante el invierno eran un infierno. ¡Estamos contentísimos de haber acabado con ellas!
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