"¡¡Quero una caña de pescaaaaa!!" El berrido me atravesó el tímpano e hizo que se tambalearan los cimiento de mi pobre cerebro. El más pequeño de la familia se había situado, estratégicamente, cerca de mi orejita, aprovechando que me agachaba para recoger unos juguetes, y había soltado su deseo de forma atronadora.
Le miré con esos ojos que expresan "¿Y a mí que me cuentas?". Pero el peque es inmune a mis excusas. Él piensa que para su mamá nada es imposible, así que continuó en sus trece, hasta que a mis neuronas se les pasó el sobresalto y se pusieron a trabajar.
A ver, a ver que se me ocurre... En estas situaciones hay que pensar muy deprisa porque Iván no admite demoras. Enseguida empieza a subir el tono, a ponerse rojo y a amenazar tormentón.
Me acordé, casi de milagro de un tubo, como el de las servilletas, pero bastante más largo, que debía de servir para enrollas algún título o poster. De ahí partiría la caña. Un rulito de licra de los que les regaló la madre de amiguito a los niños sería la cuerda. El anzuelo lo construí con una pieza de un juego de plastilina y un imán. Ahora sólo quedaba hacer los peces con gomaeva y pegarles otro imán.
Me hubiera encantado recortar unos peces bonitos, de varios colores, con ojitos... Pero para eso se necesita tiempo. E Iván no me daba margen. Así que le recorté unos cuantos churros informes, que no forma de peces tenían. Y se quedó tan contento.
Le encantó su nuevo juguete. Hicimos un lago con las piezas del tren de Ikea y allí lo tuve pescando completamente concentrado. Al poco, su hermano se percató de que había un nuevo elemento de ocio en la casa ¡y no estaba en sus manos! Así que empezaron los problemas.
Lo de compartir lo llevamos en casa a rajatabla, así que Daniel tuvo su momento de pescador a pesar de la rabieta del chiquitín.
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