Pero se nos presentaba una oportunidad única: un fin de semana en el pueblo, lejos del mundanal ruido y del ajetreo de la rutina. No iban a poder escapar de la maquinilla.
Y no escaparon. Mi marido les hizo la 3,14 y los sentó en contra de su voluntad para trasquilar sin piedad. Y había mucho que trasquilar. En el suelo había más pelo que en mi cabeza. Los chiquillos protestaron mucho, muchísimo, pero en cuanto se vieron se conformaron. ¡Estaban guapísimos!
Por fin se les ve la cara.
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