Hacía tanto calor que mi compañera de emocinantes aventuras meternales y yo decidimos tomarnos un helado mientras los niños jugaban en la hierba.
En teoría la idea era buena, pero en la práctica imposible. Ya lo normal es que los niños reclamen nuestra atención todo el tiempo con lo que con una cosa rosa brillante en las manos fue imposible quitarme a Daniel de encima.
Yo me había pedido un polo de fresa y el niño lo miraba estasiado, así que no pude resistir la tentación de dárselo a probar. Le faltó tiempo para abrazarlo y pringarse completamente. Luego se lo llevó a la boca ansioso para, acto seguido apartarlo de si poniendo unas muecas muy raras. Pero no le debió de parecer del todo mal porque volvió a rechupeteralo, a partarlo, a rechupetearlo de nuevo y así un buen rato poniendose pringoso todo él y su ropita.
Su compañero también quiso probar, pero a él le gustó desde el primer momento. Estuvo regodeándose con la fresa helada un ratito y después se giró con la rápidez del rayo hacia su madre para dejarle marcadas dos manazas rosas en su pantalón blanco. Menos mal que las toallitas del culete de bebés obran milagros con este tipo de suciedad.
La madre del otro niño se pidió el helado de chocolate y también se lo dio a probar a Daniel, que hizo su mueca habitual y dejó la boca muy abierta para que el poquito helado que le habían dejado en la boca cayera lentamente hacia su camiseta, ya asquerosa de por si. ¡Vamos! Toda una experiencia.
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