Giras un segundo la cabeza y ya están desparramando la comida de los gatos por el suelo del salón.
Yo cuando veo que le brillan los ojillos a Daniel me echo a temblar. Qué habrá visto.
La primera vez que lo ví gatear cual fitialdi iba directo y de cabeza a una fuente con chorro de un centro comercial. Menos mal que lo agarré a tiempo, aunque vaya perreta se cogió porque le había arruinado la diversión.
Ahora que se arastra como una culebrilla y que, en ocasiones, hasta alza una ratito el culete y da algún que otro gateo hay que estar ojo avizor las venticuatro horas del día para evitar accidentes y destrozos. Porque los niños son muy brutitos. Eso de la ternura es un cuento chino. Sólo te enterneces tú, mientras que él te patea, araña y arranca pelos con toda la tranquilidad del mundo.
En cuanto le dejo en el suelo enfila a mi zapatilla para rechupetear la sucia suela, o hacia los gatos para hacerles la vida imposible o, lo peor de todo, hacia el mueble de la tele para cogerse los deditos con el cajón que abre y cierra con mucha soltura.
El baño de los gatos, incomprensiblemente, también se ha convertido en objeto de su deseo. Sólo el olor debería echarle para atrás, pero ahí está él, erre que erre, siempre maquinando para acercarse.
En definitiva, la movilidad del bebé es el comienzo de una nueva era para sus madres. Y no pinta nada bien. Me temo que mi pobre retoño se va a dar cabezazos, tortas, culazos y piñazos para aburrir.
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