Recuerdo cuando eran pequeños y tenía que correr tras ellos, tener mil ojos y contar con la ayuda de la comunidad de madres que pululaban por el parque. Todas estábamos atentas de todos y así no había manera de que uno escapara a nuestra vigilancia. Menudos trastos eran todos. Más de una vez atrapé a alguno en el límite y no siempre eran hijos míos. Los bebés que andan son imprevisibles.
Y ahora son tan mayores que sólo acudimos cuando oímos o vemos algo extraño. Pero en general, ellos juegan con su fantasía (sin acercarse a los columpios para nada) y nosotras (los padres son minoría) charlamos tranquilamente. A veces, les vemos encontrar tesoros e incorporarlos al juego, como palos, hojas, cartones... Y les dejamos porque pensamos que fomenta su creatividad, aunque luego corra el gel hidroalcohólico o el agua y el jabón (soy más fan de esta segunda opción).
También les da por escalar a árboles. Es una práctica que no nos acaba de gustar a las madres por el peligro que entraña. Si les vemos, les pedimos que se bajen. Pero a veces, hacemos la vista gorda. Porque nosotros también hemos sido niños y hemos escalado árboles. En mi caso, incluso más alto que estos churumbeles, aunque nunca les voy a contar eso a mis hijos.
Mi percepción es que antes no había tanta supervisión como ahora. Recuerdo ir al campo y a la playa sin que mis padres sufrieran el estrés que yo sufro si pierdo de vista a los niños. Y si se los lleva la corriente, y si se caen desde muy alto, y si, y si, y si... Buf, no hay que despistarse, pero tampoco se puede vivir en una burbuja.
Así que el otro día, cuando les sorprendí haciendo el mono en el árbol más tupido del parque (el que mejor les oculta a nuestros ojos...) les hice una foto y ahí les dejé emulando a Tarzán. Eso sí, puse un límite de altura y Daniel tuvo que descender a regañadientes. Lo mejor suele ser tirar por la carretera de en medio ;)
Estoy de acuerdo contigo. Un beso
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