Seguro que habéis oído alguna vez que los bebés huelen a rosas y que son relucientes. Nada más alejado de la realidad. Los bebés son mocos, cacas y babas. Los coges con mimo y ellos te ofrecen un asqueroso buche. A veces echas de menos una mascarilla antigás cuando abres con mucho cuidadito el pañal y otras veces te dan desagradables sorpresas cuando estás en plena faena. Yo ya estoy acostumbrada a ir con la camiseta baboseada (en el mejor de los casos). Supongo que el día del parto algún cambio en tu cuerpo te hace un poco más resistente a estas situaciones que otras personas que no son mamás.
Lo peor es que muchas de estás mamás, no sólo se vuelven casi invulnerables sino que se ven impelidas a compartir sus experiencias escatológicas con los demás. Uno de mis miedos era volverme una entusiasta fan de las cacas de mi niño. Afortunadamente no ha pasado así.
Ojo. Mi niño es el más guapo del mundo para mi, pero la adoración no me lleva a pensar que sus excrementos huelen a rosas o que las pompitas que hace con la nariz son muy graciosas.
De hecho voy a acabar ahora mismo este texto porque me trae recuerdos que me revuelven el estómago y que no pienso compartir con nadie.
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