Cuando Daniel vino al mundo Dácil, o sea yo, dejó de comer y de dormir. Los primeros tres meses han sido una prueba de paciencia que poco tiene que envidiar a la del santo Job. Desde el primer momento este niño sólo tenía una cosa en la mente : teta. Y la pedía con toda la insistencia de sus pulmones. Como el niño quería comer, Dácil no podía hincarle el diente a nada con tranquilidad y lo poco que comía me sentaba mal de las prisas. Engullía sin masticar y volvía a prestar toda mi atención al nuevo de la casa.
En cuanto a las noches, éste niño no quería dormir. El pobre echaba de menos el calentito líquido amniótico y pretendía que lo supliera su agotada madre. A mí me horrorizaba la posibilidad de aplastarlo si lo tumbaba conmigo en la cama con lo que los primeros días permanecía sentada con un cojín especial para la lactancia que me regalaron mis cuñados Luis y Marta. Qué bien me ha venido el cojincito. A la próxima amiga que tenga un hijo se lo pienso regalar. El caso es que terminaba durmiéndome con Daniel en brazos y en posturas nada anatómicas con los consiguientes dolores de espaldas que se han ido incrementando hasta el día de hoy (y me temo que van a seguir intensificándose, porque este chico cada día pesa más y más). El moisés no quería ni oírlo nombrar. Se ve que se sentía constreñido. Y eso que mi barriga tampoco debía de ser una pista de baile. El caso es que se daba con sus puñitos en los laterales y no le gustaba nada.
Más adelante terminé metiéndolo conmigo en la cama por pura desesperación. Ahora intento que duerma toda la noche en su cuna con mejor o peor fortuna según el humor del bébé.
Mi madre, que vino a Madrid desde Las Palmas para ayudarme con el enano, me comentaba preocupada que lo mío no era vida y que ella no recordaba que viviera ese infierno con nosotros (mis hermanos y yo). “Déjale llorar”, me decía ella, me repetía Chari, mi suegra y lo reafirmaba Paca, mi abuela política. Pero era tan chiquitín que no tenía corazón para dejar que desgañitara. El pobre había sufrido un cambio tremendo. Cuando sea mayor le dejaré llorar, me decía a mí misma. No será lo mismo porque ya será más mayorcito y se habrá acostumbrado a su nuevo mundo. Pues todavía me cuesta dejarlo llorar, aunque ya lo hago aunque sólo sea para hacer una rápida visita al baño.
Afortunadamente, a partir de los tres meses más o menos la vida me cambió. Sigue siendo un pequeño tirano que va a acabar con mi espalda, pero ya duerme algo y eso me deja tiempo para otras cosas. Poco tiempo. Más o menos veinte minutos cada cuatro horas. Y por la noche ya duerme bastante bien. Dependiendo de la noche. Eso sí, sigo levantándome a horas intempestivas para alimentarlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Me encanta saber lo que piensas.