En una de las visitas al pediatra para hacer la típica revisión al bebé, a la pediatra se le ocurrió comentar que mi hijo era un rabioso. “Mira, llora sin lágrimas. Eso significa que es un ataque de pura rabia”. Al principio no me di cuenta del alcance de estas palabras. Pero una vez a solas con el bebé me di cuenta de que cada vez que lloraba le miraba los ojitos en busca de lágrimas. Y cuando las encontraba me angustiaba muchísimo. “Raúl, el niño está llorando con lágrimas” le soltaba a mí marido, “¿Y qué?, me contestaba él con toda su pachorra. “Pues que eso significa que le pasa algo, que no es una simple perreta y yo ya he hecho todo el ciclo de motivos sin resultado (pañales, gases, comida…)”. En estos casos Raúl me mira con cara de “¿Me lo estará diciendo en serio?” y luego procede a tranquilizarme con un “No te preocupes que al niño no le pasa nada. Sólo es una perreta” o algo similar dependiendo de cada caso. El caso es que todavía me suenan las alarmas cuando veo lagrimitas corriendo por la cara de mi hijo. Esto es algo terrible para la paz del alma.
En otra ocasión, acudimos a la enfermería para ponerle unas vacunas al pequeño. Allí encontramos una enfermera muy simpática que le hizo muchas monerías a Daniel, pero el niño se limitó a mirarla muy serio. Finalmente nos devolvió a un lloriqueante bebé, tras pincharle, y nos comentó que el niño sonreía poco para su edad. Con ella sonreían todos los niños porque tenía muy buena mano o eso nos dijo. Así que ya tenéis a una madre traumatizada sonriendo las 24 horas del día a su hijo para que por imitación ensanche un poquito las comisuras de los labios. Por supuesto, el padre pensaba que era otra de mis tonterías. Que el niño ya sonreiría cuando quisiera. No le quito razón.
La afirmación que más me marcó fue la de la matrona: “tienes que dar la vida por tu hijo”. Cada vez que hago algo de forma egoísta, como dejar a mi hijo al cuidado de sus abuelas sólo para poder dormir tranquila una noche, me siento fatal. Soy una mala madre que no da su vida por su hijo. Ni te cuento el dilema cuando tuve que decidir darle el biberón para suplementar su alimentación. Un día me encontré a la matrona por casualidad cuando salía de la consulta de la pediatra y me preguntó qué tal me iba con la lactancia materna. Cuando le dije que estaba dándole alimentación mixta se puso furiosa. Me echó una bronca terrible y me aseguró que aún se podía arreglar el desaguisado. Tenía que beber muchísimo líquido y pegarme el niño al pecho cada vez que me lo pidiera. Salí del centro de salud dispuesta a seguir sus instrucciones y volver a esclavizarme por mi hijo. Pero cuando me di de tortas con la realidad (un niño colgado a la teta todo el día y toda la noche) flaqueé en mi resolución y volví a tirar de biberón con una negra sombra de culpabilidad en el alma.
Cuando le cuento estas cosas a Raúl se muere de la risa. No me entiende.
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