domingo, 18 de julio de 2010

La boda





Daniel se ha ido de boda. Y encima era por la noche para romperle todos los horarios de sueño. No las tenía todas conmigo y yo hubiera preferido dejarlo al cargo de alguien, pero iba a asistir toda la familia política y no tenía más opción que traerlo conmigo. Además, a su padre le hacía mucha ilusión exhibir a su retoño.

Así que pertrechados con todo lo que le pudiera hacer falta al bebé y a mi (zapatos cómodos de repuesto para correr detrás de Daniel, otro vestido por si acaso me ensucia lamentablemente el primero...) nos dirigimos al lugar del evento. Por supuesto, llegamos tarde. Es normal cuando se tienen niños. Es muy difícil calcular la hora de salida. Si vas con mucho tiempo de antelación se porta como un angelito y no sabes que hacer con la media hora que te sobra y si vas más justa te la lía cuando estás saliendo por la puerta. Para colmo de males mi estómago me la jugó y se revolvió con saña. No pude comer nada en la boda.

Al principio Daniel se portó bien. Se quedó tranquilito en su carrito viendo a todos esos extraños que se le acercaban a hacerle monerías. Pero la racha no duró mucho. Enseguida le entró el baile de San Vito y no quería otra cosa que moverse como una culebrilla. Y su madre detrás. Le di pena a mi cuñadita y me sugirió que nos diéramos un paseo con el carrito mientras seguía el coctel. No me lo pensé dos veces. Cuando el carro está en movimiento el niño se queda sentado y quieto. No fuimos lejos y tuvimos que volver muy pronto, pero fue un descanso para mi dolorida espalda.

Una vez dentro empezó la guerra de verdad. Daniel sólo estaba dispueto a permanecer sentado si la mesa se convertía en su campo de juegos. Algo imposible, teniendo en cuenta la peligrosidad de los cuchillos, las copas de cristal, etc. Así que no dejó de menearse de forma furiosa hasta que lo deposité en el suelo. Entonces, su deporte preferido fue gatear hasta enredarse en las piernas de los camareros. Iba directo el maldito. Finalmente me tocó salir al descansillo con un bebé revoltoso para que gateara arriba y abajo, subiera y bajara unos escaloncitos, se pegara a la pared como Spiderman y diera sus pasitos, etc. Raúl se ofreció a sustituirme, pero como yo no podía probar bocado con el estómago como lo tenía decliné la oferta.

En un momento dado la que me sustituyó fue mi suegra y así pude sentarme tranquila un ratito. La verdad es que agradecí el descanso. Desesperados porque al enano no había quien lo parara quieto pedimos una trona a los camareros, que amablemente nos consiguieron una a pesar de que habían dos bodas y muchos niños. Sentamos a Daniel con un juguete en cada mano y me pude tomar la manzanilla un poco tranquila.

Como era de esperar el niño se cansó de estar en su tronita y empezó a guerrear de nuevo, pero había perdido fuerza. Se notaba que el sueño le estaba afectando, así que lo dejamos protestar hasta que se durmió. Y lo que le costó dormirse. Muchísimo. Yo cada vez me encontraba peor.

Pusimos al enano en su carrito con la capota bien bajada para que no le molestara la luz y no se despertara. Misión cumplida aunque cuando empezó la música discotequera yo no las tenía todas conmigo. Al final me tuve que poner un poco dura con Raúl porque no pillaba mis indirectas de "me encuentro fatal me quiero ir a casa" y tampoco me dejaba irme con mi cuñada Marta que tan amablemente se ofreció a llevarme. Pero afortunadamente logré hacerme entender con un ceñito fruncido de órdago y por fin regresamos a casa los tres sanos y salvos. Raúl se ocupó de cambiar el pañal al niño y desnudarlo para meterlo en la cuna, intentando en todo momento que no se despertara y yo me desmayé directamente en la cama. Al día siguiente estaba fatal. Cada vez que me levantaba me mareaba y me tenía que volver a acostar. Del pequeñajo se hizo cargo mi suegra y yo pude convalecer tranquila todo el día. La noche ya fue otro cantar. Me tuve que arrastrar sobre mi estómago doliente a atender al bebé un montón de veces. Que infierno.

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