Cuando veía a los adultos volverse tontos con los niños no lo entendía. A mí no me pasaba, cuando veía a un pequeñajo me esforzaba por usar un lenguaje básico y hablar más despacio, porque sé perfectamente que están aprendiendo y que no podemos pedir peras al olmo, pero de ahí a balbucear tonterías... Hasta que llegó Daniel a mi vida. Ahora tengo palabras como “mi vida, tesoro, guapetón, solecito de primavera” en los labios siempre que él está cerca.
Pero es aún peor. Cuando me emociono las palabras se transforman en sonidos sin sentido como “polosito, cacholito, panbufin, chanchurrio”, que para el que no sea fan de los bebés diré que equivale a algo así como “guapo, precioso, simpático, listo” pero llevado al súmmum de su significado.
Antes estas cosas sólo me pasaba con los perros y algún que otro gato (mis “canchorrios peluditos”), ahora también me pasa con mi enano. Alguien me dijo que cuando pares se te va el cerebro por el mismo sitio que el niño. Y parece que es verdad. No sólo porque empiezas a olvidar cosas con facilidad, tiene más despistes que nunca (debido seguramente a la falta de sueño), sino también porque haces una regresión a tu infancia y acabas poniéndote al nivel de tu hijo, quizás un poco más alto, teniendo en cuenta que tu hijo todavía es un bebé ameba y su repertorio de sonidos todavía es muy limitado (ayer empezó a dominar “ka”).
Supongo que este comportamiento inusitado tiene que ver con que la naturaleza es sabia y te convierte en un ser babeante ante tu hijo para que le cuides y le protejas mejor.
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