Antes de Daniel ni me daba cuenta del pitidito del microondas, ni de los maullidos de mis pobres gatos, ni del ruido que hace un vaso al posarse sobre la mesa, ni siquiera del ligero raspado entre maderas que se produce al cerrar una puerta. Eran situaciones tan normales que mi oído simplemente las ignoraba. Esto todavía le pasa a Raúl. Pero mis percepciones han cambiado. Casi podría decir que puedo oir volar una mosca y que mi corazón deja de latir hasta que el infortunado bicho sale del campo de acción de mis oídos y la respiración de Daniel sigue siendo regular.
Mi pobre madre dice que no se atreve a llamarme ni de noche ni de día por si acaso da la casualidad que justo ese es el momento elegido por Daniel para cerrar sus ojillos unos minutos. Por que encima el enano no tiene horarios de sueño diurno y se echa las siestas cuando le da la gana. Por el día ya me he resignado a los ruidos. Si suena el teléfono y despierta al niño, mala suerte. Pero no puedo estar incomunicada.
Por la noche es otra historia. Los ruidos se intensifican y suenan el doble de fuertes. Si Daniel coge bien el sueño no pasa nada. Me dará una buena noche y yo también podré descansar un poco. Pero si no logra dormirse a gusto o lo despierta algo por sorpresa ya tenemos el lío montado y me puedo ir olvidando de pegar ojo esa noche.
Esta misma noche algo debió pasar que me pasó desapercibido (vamos, que estaba roncando a pata suelta hasta que oí al pequeñajo llorar) que Daniel ya no se quiso dormir desde las 5.30 de la madrugada. Así que me puse a trabajar en el ordenador mientras él se entretenía viendo la tele y reclamando mi atención de vez en cuando. Si no puedo dormir, al menos adelanto algo. Hay que ser positiva.
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