Daniel es un niño de sonrisa fácil. No hay que hacer mucho para que comience a hacer alegres muecas, pero hay que estimularle. No empieza a sonreír cuando te ve. Vamos, que los gatos me hacen más fiestas cuando llego a casa que él cuando voy a recogerle a la guardería. Se limita a mirarme muy serio desde su sillita. Y si le hago alguna caricia se pone a chupar su chupete con más ansia, pero nada más. Hasta que no llegamos a casa, le saco del carro, le quito el abriguito y me refiero a él con grandes aspavientos, besitos y voces tontas no se digna a dedicarme ni una pequeña sonrisita.
El otro día le tocó a Raúl ir a buscarle a la guardería porque yo tenía que ir a la nueva guardería a reservar plaza. Cuando regresé de hacer la gestión me los encontré a los dos sentados en el salón viendo la tele (conmigo no hace eso ni en broma. Se retuerce y hace ruiditos hasta que me levanto para pasearle por toda la casa). Muy contenta de verle me dirigí a Daniel como cualquier otra madre emocionada con su bebé. Pero el muy borde sólo apartó la mirada de la televisión un segundo con cara de “qué hace esta loca” y luego la volvió a fijar en la caja tonta. No me hizo ni caso. Después de dejar las cosas y ponerme cómoda le cogí para darle un apretón cariñoso y ahí sí que reaccionó. Menos mal.
A veces me da la impresión que a este niño le da igual quien le coja o le haga las gracias. Lo de haberlo llevado nueve meses en la barriguita no es determinante para él. A lo mejor me tiene un poco de rencor por haber sido tan dinámica durante el embarazo. Quién sabe.
¿Y qué veían los dos en la tele?
ResponderEliminarPues no me fijé. Me afectó demasiado la indiferencia de mi hijo ;)
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