Ya sabemos la gran afición que tiene Daniel a subirse al coche familiar y jugar a conducir. Le encanta. El problema es lo altamente destructivo que puede resultar el juego. El epque no mide sus fuerzas y Raúl y yo nos tememos que algún día tengamos que acudir al taller por la cosa más tonta y tener que desembolsar una pasta. Pocas son las veces que le dejamos utilizar el vehículo como un juguete. Normalmente cuando ya estamos hasta los pelos de perseguirle para evitar "accidentes" y necesitamos un respiro. "Rompe el coche, haz lo que quieras, pero estate quieto".
El otro día nos encaminábamos hacia casa cuando, de repente, señala un coche y exclama "¡Mira! El coche de mamá". Atónita certifiqué que, efectivamente, se trataba de mi coche. ¿Cuantas veces lo había visto mi hijo? Pues una o ninguna, porque yo sólo lo uso para ir a trabajar. Confieso que no sé conducir. Me he aprendido de memoria el camino y las mañas. Si me sacas de ahí soy un peligro monumental. ¿Memoria o simple potra? No sé. El caso es que me hizo tanta ilusión que reconociera el coche que no pude negarme cuando me pidió que se lo abriera.
Se lo pasó pipa dentro mientras yo temía que al día siguiente tendría que ir a trabajar en bicicleta. Allí nos encontró mi marido cuando regresaba al hogar. Nos costó muchísimo despegar a Daniel de su nuevo "juguete". Hubo lloros, pataletas y firmes promesas de volver en otro momento. Desde entonces dejo la llave en casa para evitar destrozos. Me duele en el alma cuando le veo tirar de la palanca de cambios. "¡Nooooo! Eso no se toca, no te subas al freno de mano que aún tenemos un accidente, ni se te ocurra tirar así de esa palaquita, los espejos retrovisores son sagrados..."
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