La otra noche estaba especialmente mimoso porque debía de sentirse mal (dientes, barriguita, cabeza... quien sabe). El caso es que lo estaba meciendo muy preocupada cuando a Raúl se le ocurrió pedirme que se lo dejara. El "No" me salió del alma. Apreté más aún a Daniel contra mi pecho y fruncí el ceño. "Anda, déjamelo a ver si logro que se calme" insistió el muy insensible. Así que no me dejó otra que gruñirle. Muy ofendido se quedó a nuestro lado un rato más y luego decidió ir a hacer el biberón.
Con el manjar en la mano me dio un ultimatum. "O le doy el biberón yo al niño o te vas tú a hacer otro". Así que con mucha desgana le pasé al niño, que se abalanzó sobre su biberón en cuanto lo olió. Ahora la que estaba mosca era yo. Le acariciaba un piececito a Daniel mientras engullía como un desesperado. Al rato bajó el ritmo y poco a poco se fue amodorrando hasta que apartó el biberón de un manotazo.
"Voy a acostarlo en la cuna" Me anunció su padre. "Nooo, dejalo aquí, a mi ladito" Cuando se encuentra mal, pienso que tengo que estar todo el tiempo a su vera para poder consolarlo con rapidez y eficacia cuando empieza a llorar. Pero Raúl hizo caso omiso a mi ruego y nos separó de forma cruel.
Cómo las madres somos muy sabias, a los diez minutos Daniel estaba durmiendo muy pegadito a mí, después de dejarse un poco los pulmones en cuanto su cuerpo tocó el fondo de la cuna.
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