Esta vez tengo que contar los hechos de oídas, porque, por suerte o por desgracia, yo no estuve allí. Me levanto muy temprano para ganarme el pan con el sudor de mi frente y le toca a mi marido llevar al pequeñajo a la guardería todas las mañanas porque entra más tarde (excepto cuando está de viaje por cuestiones de trabajo, que lo lleva mi suegra).
Según la versión de mi marido, Daniel estaba tan tranquilo e, incluso, sonrío a su cuidadora cuando la vió. La cosa cambió en cuanto se encontró en las manos de la "seño". No tardó en unirse a la banda de llorones. La chica se lo metió rápido al interior para acomodarlo y seguir recibiendo bestias pardas.
Cuando fui a recogerlo tuve que esperar un buen rato porque, justo en ese momento, había vomitado toda la merienda. Me lo sacaron muy limpito y sonriente. "Todo estupendo, hasta ahora mismo", me aseguró la cuidadora con un deje de sorpresa ante la rápidaaclimatación de mi pequeñajo. "Ha comido bien, ha jugado muchísimo, ha llorado muy poco, pero casi no ha dormido". No me extraña, con la emoción del cambio no habrá podido pegar ojo para poder cotillearlo todo. En la agenda ponía que sólo había dormido una hora y eso se dejó notar enseguida. Lo llevé a los columpios porque en un principio parecía en buena forma, pero nada más empezar a balancearlo comenzó a cabecear. Intenté meterlo de nuevo en el carrito, pero se puso histérico, así que lo devolví al columpio. Cuando veía que se le caía la cabeza volvía a intentar sacarlo, pero se ponía a llorar inmediatamente y se agarraba con fuerza a la cuerda. Al final se quedó frito en un postura muy poco ortodoxa. "¡Esta es la mía" pensé, cuan equivocada estaba. En cuanto notó que le movía volvieron los lloros y las contorsiones. Me costó un poco encajarlo en el carrito, pero al final se quedó dormido de nuevo y pude poner rumbo a casa.
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